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lunes, 11 de octubre de 2010

XXIX /^/

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Cordelia agrega maderos al hogar y se deja pasar por encima por un reloj de arena en la mecedora que heredara; ahora ella también debería ser abuela, pero ningún hombre llegó a colorear sus pómulos a lo largo de las décadas.

Entre todas las peleas, la última la dejó afuera de una oportunidad digna.

Se mece. Mata tantas horas de esa forma que siempre es el mismo momento de antes, que es igual al día anterior, cuyo anterior resulta idéntico al año de... todos se parecen o se disfrazan del anterior; y así, ad eternum.

Se somete a esa imprecación interna increpándose a sí misma una y otra vez con una calma asfixiante y enjundiosa. Percibirse flácida, seca, dejada, intacta irremediablemente, le da asco, pero su cara destila una altanera amargura aristocrática, tan intocable como sus labios o su himen.

Entre los trapos sigue buscando el calor juicioso de la fogata, meciéndose. Nada queda de aquella espiga que oliera a promesas de cosecha y oro. Cada tanto se hipnotiza con las llamas y el constante crepitar de la resina le parece cada uno un naufragio, un no, un rechazo de su gracia y de sus primicias.

Amarillo y naranja, algún azul lateral cada tanto, fagocitado por las lenguas del madero. Nunca el rojo orgulloso sobre blanco, la coronación, el quiebre. Nunca lágrimas visibles tampoco, para bien o para mal.

Cordelia leyendo antiguas cartas, mirando los papeles familiares que de alguna manera se salvaron de los saqueos, como ella, increíblemente.
Cordelia muriendo en vida, intacta hasta en los labios y pensamientos de los demás. En cambio su boca no puede ya exfoliar sonido alguno que le pertenezca, ni estirar los labios a fuerza de buenos recuerdos; quizá por eso se le ajaron prematuramente.

El único lazo es la cadena de plata que no muestra, corona para los días que le retumban en el pecho a grito suelto de lo que nunca le pasó.
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