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(*) agujero, hueco, /lunfardo argentino/
/XXIX/.
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Cordelia agrega maderos al hogar y se deja pasar por encima por un reloj de arena en la mecedora que heredara; ahora ella también debería ser abuela, pero ningún hombre llegó a colorear sus pómulos a lo largo de las décadas.
Entre todas las peleas, la última la dejó afuera de una oportunidad digna y quizá sea en eso en que piense ahora, mirada absorbida por la forma de las llamas.
Se mece. Mata tantas horas de esa forma que siempre es el mismo momento de antes, que es igual al del día anterior, cuyo anterior resulta idéntico al año de... todos se parecen o se disfrazan del anterior; y así, ad eternum.
Se somete a esa imprecación interna increpándose a sí misma una y otra vez con una calma asfixiante y enjundiosa, sin saber si las respuestas son excusas aparentes o ventanas inservibles.
Percibirse flácida, seca, dejada, intacta irremediablemente, le da asco, pero su cara destila una altanera amargura aristocrática, tan intocable como sus labios o su himen.
Entre los trapos que le abrigan los inviernos austeros /no como antes, y también algo de eso pueda ser lo que hace que las llamas la hipnoticen/ sigue buscando el calor juicioso de la fogata, meciéndose.
Nada queda de aquella espiga que oliera a promesas de cosecha y oro; ni rastro de algo cerca de la idea de hembra. Cada tanto escapa de las llamas y la constante renguera de cenizas, ese crepitar de resinas, le parece cada uno un naufragio, un no, un rechazo de su gracia y de sus primicias, la danza de amagues que nunca entregara por culpa de su padre, de su abuelo, de los escudos de la familia rastreables hasta la sangre misma que bautizara a Henry I.
Amarillo y naranja, algún azul lateral cada tanto, fagocitado por las lenguas del madero. Nunca el rojo orgulloso sobre blanco, la coronación, el quiebre. Nunca máculas, fervor, fulgor, rubor, crúor. Jamás lágrimas visibles tampoco, para bien o para mal.
Cordelia leyendo cartas viejas en cartapacios resecos, mirando macilentos papeles familiares que de alguna manera increíble se salvaron de los saqueos, como ella; increíblemente más deteriorada que las hojas que lee, y a la vez que intacta. Soñaba a veces con instancias de tinta masculina, ser firmada de una vez, la mancha orgullo por fin.
Cordelia muriendo en vida, pulcra hasta en los labios y pensamientos de los demás. En cambio su boca no puede ya exfoliar sonido alguno que le pertenezca, ni estirar los labios a fuerza de buenos recuerdos; quizá por eso se le ajaron prematuramente. Se odia con podredumbre de semilla vana.
El único lazo es la cadena de plata que no muestra, corona para los días que le retumban en el pecho a grito suelto de lo que no fue. Todo se quedó a metro y medio del fuego de la carne, como ella, que fantasea curarse con las llamas para encontrar los testamentos desaparecidos.
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1 comentario:
No existe nada mas gris ni mas triste que estar muerto en vida.
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