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viernes, 8 de enero de 2010

V. M. M. (véme M)

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Miguel salió de casa como se había ido antes varias veces, hastiado, resuelto a no volver. Con el bolso al hombro hacia la comisaría, pensaba que los turnos de doce por veinticuatro le darían aire para razonar, pero en rigor solo eran una inconsciente sucesión de prórrogas, una refleja defensa interna contra las frecuentes amenazas de inminente soledad.

Llevaba seis años con Valeria. Los últimos meses habían sido ríspidos, como si se hubiesen mudado con ellos espectros asechantes que creían haber dejado atrás. Ella exigía dinero y atención entre otros ítems que él juzgaba bobadas de mujer e iban inflamando insidiosas mechas de violencia.

Antes, Miguel paliaba sus traumas hablando con Marcos, evitando ambos el analista. El consultorio era cualquier bar donde sirvieran el diván bien frío. Haber compartido años inocentes, la transición a ya no serlo, (cuando ambos se fijaron en Valeria -la Venus del barrio- y ella eligió a Miguel) e instrucción militar, les confería lealtad ciega. Pero eso había sido hacía mucho. Casi no se veían. El corte fue aquel operativo cuyo éxito hubiera promovido a Miguel a comisario, cuando halló un centro clandestino que conectaba drogas y prostitución a gran escala, e implicaba a un edil de esferas nacionales, quien, en apuros, obligó al jefe policial armar una cortina de humo a favor de su impunidad. Marcos fue martillo del inescrupuloso jefe, a sabiendas del perjuicio que obraría en Miguel. Aquel famoso escándalo catapultó a Marcos a una selecta elite de privilegios, dinero negro y carta blanca en la corrupta parafernalia, y a Miguel a una seccional de cuarta, con la insalvable cruz en su foja. Al tiempo supo, y nunca perdonó. Que Marcos ostentara su intocable status no evitó que le bajara un diente y estampara una notable cicatriz nasal, saldando la traición.

Alternando operativos, relevos y legajos de un lado a otro, Miguel acababa extenuado, y esa lasitud psicofísica volvía a torcer su eje emocional hacia Valeria, la mujer que lo subyugaba cual múltiple imán obsesivo desde la adolescencia. Volvía como si lo que había pasado antes de irse nunca hubiera sido, con ímpetu para luchar por la débil llama que los unía en dispersas felicidades, trataba de obviar la nociva cara de la moneda, sobrestimando el insípido valor de algunas horas calmas que la escasez de afecto exaltaba a rango de amor mayúsculo. Algunos días se secaban en silencio, y muchos entre gritos y portazos de litigios que se cobraban piezas ornamentales, sisando de a poco la decoración de la casa.

Ese día, cuando volvió a casa, Valeria se bañaba. Miguel se sacó el uniforme y lo dejó en la cama. Entredormido, la oyó hablar, reír distante. Cuando vino a él, la exploró con las manos. Cuando despertara del todo, la cópula heredaría esos juegos previos. Cobró plena razón a roce cutáneo, ya la oía nítidamente, y notó restos de un pregón foráneo en la charla táctil, inciertos silencios entre verbos que no creía haber dejado en esa boca, como si ella trajera flores de un prado que no les pertenecía. Un clic alzó su torso y mandó a las manos sentar encima, de espaldas, el otro cuerpo; memorizadas distancias atinaron la puerta del enlace urgente. Algo disonaba en ese orden. Sentía ajenos, lejanos brazos abollar aun la piel de ella. Sus dedos, radares milimétricos, repetían el análisis intentando sitiar al tercero. El olor del pelo lo denunció; sin los ojos veía recientes tactos grabados en la espalda, pliegues de pretéritas caricias que colgaban entre su cuello y sus senos; y esa mezcla de sentidos y supraconciencia que revelaba al intruso, hasta hubiera podido reconstruir en detalle poses y gemidos. Un súbito rencor postergó al letargo, mientras redoblaba el furor de las embestidas. La ubicó de frente a él sin dejar de penetrarla. Hubiera jurado que transformó su cara el último instante, que de espaldas musitaba el nombre del otro… ahora, sonreía. Ese rostro demostraba goce, pero del fondo, desde su capa más profunda e inocultable, afirmaba tácitamente que jamás sería del todo suya.

Hechizado de lúbrico agite, al borde del abismo, le gritó si Marcos se lo hacía así de bien, así de hondo, hasta el alma; como ella prosiguiera sorda y a la deriva, se quejó: ¡Por qué! ¡Por qué!.. El olor de esas otras manos en la espalda de Valeria punzaban tanto sus sienes, sus oídos, que debió cerrar los ojos y apretar los dientes con fuerza bruta para conservar la cordura.

La risible figura de durar usando su arma hasta matarla de placer, le recordó su uniforme, ahí al lado. Frunció un vergonzoso borrón de sonrisa rumbo al clímax, viéndola a los ojos confirmar la atroz sospecha, mientras Valeria extendía velas arrastrando ambas barcas a puerto. Aun no amarraban cuando la bala brotó del tórax de Valeria y entró al pecho del autor del disparo, dándole quince minutos de agonía suficiente para evocar todo, vaciarse de fracasos y de fluidos, todavía ceñido y empapado por la tibia inercia tiesa de quien amaba con locura.
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2 comentarios:

Makeda dijo...

Buffff...me diste miedo!...

Alejandro Cabrol dijo...

Sí, un celoso extremista... nada que ver conmigo, aunque no tener NADA de celos tampoco se puede che, todo con mesura, no?