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Abel veía el límpido cielo durante un eterno instante cuando Valeria surgió desde el amplio celeste mirándolo espantada como si gritara, hasta que un enjambre de puntos blancos veló esa visión. Valeria lo había llamado para darle la tan esperada noticia; lo citó en la plaza donde se habían conocido, tratando que la dicha no le ensanche la garganta, que la emoción no traicione su tono de voz.
Lo esperaba nerviosa, sentada en aquel banco debajo de la araucaria donde Abel había tallado “V y A” con su cortaplumas, una tarde de domingo en que intuyeron amor eterno. Apretaba el bolso como quien guarda una preciosa joya. Por enésima vez extrajo el sobre del centro clínico y una bandada de golondrinas atravesó su cara.
No vio a los pibes tirados en el césped, bastante cerca; mucho menos los envases vacíos que los rodeaban, ni las bolsas que se aspiraban a cada rato. Mucho había cambiado la placita desde los novios días, aunque ella la viera igual que antes, atontada por el deseo de anunciarle a Abel lo que tanto deseaban durante aquellos meses.
La vio en el banco de antaño con la mirada perdida en una sonrisa. ¡¿Cómo se había metido allí, tan cerca de esos drogones?! Dos de ellos lo encimaron; al resistirse, uno sacó un revólver y disparó, tumbándolo con un impacto entre ceja y ceja.
Valeria corrió hasta Abel, se arrodilló y lo miró a los ojos sollozando, gritando desconsolada. Los párpados de Abel cayeron después de mirar el límpido cielo un eterno instante, cuando Valeria surgió desde el amplio celeste mirándolo espantada como si gritara, hasta que un enjambre de puntos blancos veló esa visión, ese día de enero, el más caluroso del año.
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