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sábado, 6 de febrero de 2010

48, il morto che parla




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“Il morto che parla” dijo en voz alta casi sonriendo al despertar sola en su casa costera, ese jueves igual a un domingo como todos los días en Bajada Grande, aunque los domingos estivales no se pareciesen a sí mismos con el ruidoso gentío y sus juegos acuáticos. Un día más, pensó Ana Rey, sin saber que antes de la noche cuando fuera a abrir la puerta al llamado del timbre, sería único.

A los cuarenta y ocho estaba cansada, triste. Cansada de hipócrita rutina, salvo cuando escribía; y últimamente ni eso la calmaba, ya no podían esas horas de intimidad juntarla con todos sus pedazos, dejarla disfrutar de hacerlo. Al cansancio lo arrastraba la palpable seguridad de ya no poder estirar la farsa. Y la tristeza no era por el paso y el peso del tiempo.

Sin lavarse ni vestirse se levantó a preparar el mate. El borrador de lo que había decidido sería la última novela de la saga del investigador de su creación, era lo único que había sobre la mesa de la cocina, llamándola. Desvió su mirada a través de la ventana; la isla flotaba estática sobre el pardo líquido horizonte de mediodía que tendía fugaces redes de reciario sobre su lomo, cual escudos ante enemigos sutiles. Esos inquietos cardúmenes de plateados espejos mínimos horadaron sus retinas hasta llegar a su inconciente, de donde descolgaron la imagen del vestido que Ana usó en la presentación de su primera novela, “Il morto che parla”, a los treinta y seis años. Ya que su poesía había triunfado indómita a nivel nacional, pensó que era hora de mostrar algo de prosa, y esa célebre obra policial derivó en una serie de novelas traducidas a varios idiomas.

Como eje de la saga, Ana evitó el arquetípico detective en favor de Ángel Lesci, profesor de teología y vidente natural que renegaba de sus innatos dones y los escondía, a quien la autora ponía en ambientes donde debía usar sus empíricas habilidades. De a poco, dentro de Ana, el personaje creado con su psiquis y sus manos, se volvió persona. Lentamente empezó a vivir más en su mente y en sus sentimientos que en las novelas que ella escribía y él vivía. Tanto la apuesta estampa y el varonil aire itálico del traje de lino verde oliva, como el soberbio imán gris verdoso de la mirada coronando ese rostro inolvidable, que no habían surgido de una figura masculina real en la vida de la ella, sino de una azarosa y rápida descripción preliminar, coparon sus sensaciones diarias sin que lo notara.

Durante doce años la relación pasó por todas las etapas posibles en una pareja. En sus novelas, una por año, subyacía el pulso íntimo del período que atravesaban. Para la cuarta, Ana creía ver a Ángel por las calles, a veces pasaba horas buscándolo. Confundía transeúntes con el héroe de su pluma en esquinas o bares que la líbido insinuara algún sábado de noche; en sus fantasías Ana se entregaba a su etéreo amante. Los pocos hombres que entraron en su vida fueron vencidos por alguno de los atributos del irreal, con quien los comparaba y a la tercera o cuarta salida, descartaba.



Al sexto año decidió matarlo, tanto la había subyugado. Pero una razón u otra lo impedía. Los enardecidos editores lo defendían esgrimiendo sus razones comerciales ante el innecesario hecho. Él le rogaba persuasivas prórrogas, le soplaba al oído promesas firmes entre cortejos decentes o groserías carnales perfectamente aceptables en horas de lujuria. Le hacía el amor como nunca antes, superándose cada vez con gestos nuevos, renovando el romance hasta la extenuación. Al otro día Ana amanecía sola, intuitivamente palpaba la incipiente tibieza de la otra mitad del lecho y aceptaba como cierta su beligerante irrealidad.

Seis años más de obra anual durante los cuales se aisló por completo, ya que con muy pocos seguía en contacto. Sabía que el mundillo murmuraba sus historietas de locura y reía, aunque a veces dudaba si no serían ciertas. Nunca más pisó el Buenos Aires frecuente de ediciones, premios y entrevistas. Se quedó en Paraná, donde se concentraba en escribir sin recibir a nadie, excepto curiosos vecinos o algún nocturno y muy esporádico hombre. Seis años de ostracismo y lucha interna yendo a la fuerza por viejos caminos literarios, renunciados cuando la tácita boda con Ángel de su primera novela le absorbió todo el tiempo.

Sin saber cuando o como, tomó la decisión. Quizá nunca lo hizo, pero a poco de cumplir cuarenta y ocho años, (mientras ordenaba los borradores capítulos siempre expectantes en la mesa de la cocina de la decimotercera entrega, que asombrosamente una gran cantidad de lectores esperaba con ansiedad cada año alrededor del mundo y titularía igual que a la primera), notó imprevistas hojas sueltas intercaladas entre el trabajo de meses, que marcaban una súbita etapa poética. Al compaginarlas comprendió su sentido y la sorpresa de haberla producido sin querer. Eso provocó que los dos últimos capítulos de la novela, aun sin escribir, brotaran en su mente tan claros como si un añoso e insano velo se descorriera sin más esfuerzo que el de respirar. En ellos, Ángel, su legendario personaje, moriría apuñalado por un asesino serial.

Por la tarde se sentó a redactarlos con insólito brío, ansiosa, activa, de buen humor. Pensó que dejarlo morir le dolería más que eso. Anochecía cuando terminó y se fue a bañar. El timbre anunció la previsible visita de Marta, vecina de al lado.

Aunque los años habían apocado la varonil estampa, al abrir reconoció espantosamente inmóvil y sin dudas el soberbio imán gris verdoso de la mirada coronando ese rostro inolvidable que no había surgido de una figura masculina real sino de una azarosa y rápida descripción preliminar. Con pavor oyó: “no puedo permitir que lo hagas” y un desgarro como de cáscara de huevo en el pecho. Con el último aliento vio alejarse a Lesci bajo la estival tarde noche paranaense, ideal para ir a comer algo a la Costanera en familia.

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