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el amanecer de los domingos tiene eso: algo de terriblemente extraño, y a veces también mágico; el orden, las particularidades y los matices pueden variar
resulta que entonces un día te despertás, imaginate, y hay un tapiz de bichos mínimos que bien podrían ser hormigas revistiendo cuanto alcanza tu mirada, y lo peor: de alguna forma te das cuenta que vos también sos uno de esos bichos, ni más grande ni más chico, un insecto idéntico a cada uno de esos que laten nerviosamente en seis patas y graban un braille intenso en cada milímetro de la superficie existente
abrir los ojos y desconocer el día, el lugar, la fecha, el entorno, hasta a uno mismo; respirar hondo, reaccionar, esperar, tocarse y ver si se tiene plumas alas o piernas; si hay suelo cielo o algún tipo de centro de gravedad, que a veces no se halla
ejemplo, los sonidos: hoy sonó a algo que nunca había oído antes; una especie de ritual con instrumentos de cuerda y de vientos, si hubo alguno de percusión fue tan tenue que se disfrazó de viento, apenas una caricia en la madera... algo así
pero también están los amaneceres desastre
despertarse y oír los embates de la quilla en el medio del agua interminable
en un muslo tibiamente fresco recién servido
sin saber qué día es lo que nos hace ser
y seguir dormido otro buen rato esperando la voz del día
despertarse, después de todo, un domingo a la mañana e ir redescubriendo los límites, las fronteras de uno mismo como si de verdad se estuviera naciendo otra vez
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