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domingo, 6 de junio de 2010

Paréntesis

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– ¡… porque empacho no es pendorcho! – remató sin poder aguantar la risa Older Gomez su relato improvisado, que nunca duraba menos de media hora y graficaba detalles con su estilo, actuando las escenas con una naturalidad bárbara; era el de los chistes y la suspicacia. Un libro abierto hecho en la calle. Frases inmortales y cada salida que era para morirse de risa sólo, nada más que recordando esos ratos.

– ¡Vos y tus historias! ¡Mirá que hay que ser tan viejo como vos, y así de hijoputa, pa salir con semejantes cosas, che! – retrucó el Musgo Martinez, asador de turno esa noche en un monte cercano a Villaguay, donde habíamos ido a cazar vizcachas, después de la cortina de risas de los cuatro.

Era julio y unos conocidos, medio parientes según recuerdo, le habían dado permiso a mi viejo como tantas otras veces, para pasar la noche escudriñando madrigueras. Habíamos llegado al atardecer en el Falcon 74 con parrilla, sol de noche, escopetas y un par de mantas, entre otros bártulos que siempre cabían en el baúl. Me encantaban esas excursiones. Arrancábamos por caminar a través del campo hasta la zona de las arboledas, mientras buscábamos rastros de los bichos con las últimas luces del día. Dimos una vuelta por la zona boscosa marcando sitios frecuentados por las vizcachas e hicimos campamento al lado de un chañar cercano a la arboleda, pero apartado de ella. Yo tenía asignada como una de mis tareas fijas en esa primera ronda, ir juntando leña para el fuego, que debía durar prendido toda la noche. Para eso me había hecho una especie de bolso con un jean viejo abierto a los lados y una tira que me cruzaba al hombro. Así que limpié la hojarasca de los tres metros cuadrados que ocuparíamos, hice una torrecita con palos para empezar el fuego calculando de donde venía el viento y empecé a salar la carne que cocinaría Musgo. Acomodé las escopetas contra la parte posterior del árbol, la caja de herramientas, las mantas, y una botella de ginebra “Llave” que no conocería el amanecer, aunque recién circularía tarde, en las rondas de caza. Según sus enseñanzas, era “de balde” salir a cazar con el estómago vacío, el frío hacía temblar el pulso y entonces los tiros salían “ladeados”.

–A este pibe sí que te lo vamos a sacar bueno, Marlo. – solía decirle Musgo a mi viejo. –

Ya sabe cazar perdices, liebres, vizcachas, guazunchos, jabalíes…

–…y carpinchos, que son los más difíciles. ¡Qué animales escurridizos! –interrumpí,

mientras acomodaba la caldera y el sol de noche. Señalándolo, consulté al resto –Hoy

no lo prendemos, ¿No? Hay luna llena y se ve bastante bien así nomás…


Con las vizcachas, igual que con las liebres y al revés que con las perdices, lo mejor era que hubiera silencio y oscuridad artificial. De esa forma salían más fácil de sus madrigueras. A las perdices, en cambio, se las atontaba encandilándolas desde el tractor. Después era suficiente un “mediomundo” hecho con alambre y red, o sea, una bolsa de cebollas vacía de alguna verdulería amiga. También las cazaban a mano cuando los bichos rompían la red, haciéndose los arqueros, emulando sus tiempos de juventud, pero más por la influencia de la ginebra o grapa. Para las liebres era necesario hacer ruido, también en tractor, y buscarlas con un reflector en los sembrados de maíz o trigo. Por el ruido se movían, para correr a sus cuevas; cuando se paraban a mirar la luz asomaban la cabeza, entonces había unos segundos para tirar.

–Pero vos aprendés todo, che. ¿Cuántos tenés ya, gurí?

–Quince.

–¡Y sos bastante guapo, eh!? No te achicás con frío ni con sueño. Hace años que andás con nosotros ya. ¿No te aburrís de tanto andar con viejos?

–No lo agrandés, Musgo; se las va a creer el pendejo. –le dijo mi viejo. –

–Eeehhh Marlo! No te podés quejar de tu gurí, che! Bastante bien se amolda. Si yo hubiera tenido uno, me hubiera gustado que me saliera como el tuyo.

Musgo Martinez era un herrero solterón que había pasado los sesenta años. No se le conocía familia. A mi viejo le decían Marlo Blando. La infaltable chispa de Older había unido la apariencia física de mi viejo, que se llamaba Mario, con la de Marlon Brando en la época de “El Padrino”, dándole un sentido pícaro. Mi viejo se reía. Era código corriente el de gastarse bromas. Bien que se las cobraban todos, mutuamente. Con ellos siempre había que andar despierto, si no te agarraban a la broma y se divertían de lo lindo a costa del más lerdo. Older Gómez se dedicaba a la construcción. Se hicieron amigos con mi viejo cuando hizo nuestra casa y ahí conocimos también al Musgo, a quien Older siempre recomendaba.

Mientras se hacía el asado, preparé mate y oía las historias que iban contando. A veces surgían lo que llamaba internamente “campeonato de mentiras”. Esa noche también. Después de comer salimos. Hacía poco que me dejaban tirar con la escopeta calibre 16 que había sido del abuelo Santiago; mi turno era el último, pero también dependía desde dónde aparecieran los bichos.

Anduvimos dos horas y media, y nada de nada. Se sentía raro el aire de la noche, estancado, húmedo, algo así. “Hicimos un parate” a orillas de un tajamar, al otro extremo de donde habíamos acampado, porque ahí parecía haber una madriguera bastante grande, la más importante de todas las que encontramos en la ronda de la primera búsqueda. Nos envolvimos con las mantas y descansamos. Al rato oímos ruidos y vimos, o creímos ver, sombras. Estuvimos en posición de alerta con las escopetas, pero los ruidos no se correspondían con rutas o costumbres de las vizcachas. O eran varias, o lo que rondaba era otra cosa, porque no parecía tener un patrón lineal de movimiento, ni una regularidad determinada. No obedecía tampoco a una zona fija.

Era regla que mientras marcháramos no se hablara y se hiciera el menor ruido posible. Nos abrimos formando una línea. Older y mi viejo iban a los extremos del abanico. Rastrillamos el sector de donde vinieron los ruidos y nada. Volvimos.

Era la hora más fría de la madrugada y nos acomodamos para dormir y esperar un rato más, oteando cerca del tajamar. Antes del amanecer deberían salir de sus cuevas obligadamente. Entonces estaríamos listos. No es fácil dormir con tanto frío, pero nos enmantamos y traté. Cuando lo había logrado, algo como un olor en el aire, una vibración sutil, me hizo abrir los ojos. Estaba acurrucado en posición fetal, sobre mi lado derecho. De tanto andar con ellos, ya estaba acostumbrado a moverme con sigilo. Veo que mi viejo seguía dormido, mientras Older y Musgo se paraban en cámara lenta y apuntaban sus escopetas al mismo lado. No me moví ni un centímetro, solo giré mis ojos hacia donde ellos miraban. No tanto porque no quisiera, sino por costumbre, inercia. Además parecía que el aire pesara demasiado, como si estuviéramos debajo del agua, de agua malsana:

Una luminosidad ácida, gélida, emanaba hacia nosotros desde muy cerca. Los rostros de Older y Musgo no eran los suyos, un poco por la luz que rebotaba en ellos, pero más por una especie de hipnotismo que los enmascaraba. Seguían inmóviles, apuntando. En un momento parecieron petrificarse, estatuas de ellos mismos.

Para seguir mirando sin moverme –apenas me animaba a continuar respirando- tuve que esforzar mi mirada hacia su lado izquierdo, y ahí apareció lo que generaba ese halo extraño. Una criatura. No sabría explicar la certeza que, de haberla mirado de frente, me hubiera petrificado como ellos. Si con ese contacto sesgado al punto de no ver bien del todo ya me entraba un hormigueo que amagaba a inmovilizarme totalmente, creo que mirarla de frente me hubiera dejado igual que ellos.

Era una niña, un holograma. Apenas un metro de altura. Ropas que no eran de nuestra época. Los pies envueltos en cueros, el pelo desgreñado. Tenía cara de vieja, pero sin arrugas. Como si no corriera sangre por sus venas.

La miraba unos segundos y volvía la mirada porque cansaba la vista, dormía el cuerpo esa emanación verdosa imantada. Después me di cuenta que además me helaba, me hacía perder el dominio de mí mismo. Cuando no la miraba oía el rumor que desprendía. No encuentro forma mejor de describir esos sonidos que como una nube habitadísima, una estela espesa compuesta por muchas criaturas como ella desbordadas de odio, de tiempo, de historias viejas. Una suerte de parlamento permanente donde cada tanto alguna voz quería imponerse. Sus labios estaban completamente juntos y sin expresión. Por eso no entendía esos sonidos o asociaba que no fuera ella quien los emitía. Una constante agitación dentro de esa burbuja deshilachada que la poblaba o que ella gobernaba.

Avanzó sin mover los pies hasta pararse a dos metros de las estatuas. Yo estaba dos metros atrás y al costado de ellos. Por ahí pestañaban o temblaban, pero no despegaban –o no podrían sacar- los ojos de la criatura. No sé cuánto tiempo habrá pasado. El murmullo aumentó, una voz se despegó por sobre el resto con un pregón monocorde, más que nada consonántico. Los pocos y únicos sonidos vocálicos eran relativos a la o, alguna u perdida. El frío se intensificó su imagen en el aire, hasta el viento se volvió de piedra. No me acuerdo si respiraba, si fue una suspensión de tiempo y espacio, o nada más sensaciones físicas así percibidas. En ascenso, el ardor vocal y oblicuo de la niña empezó a ser un remolino sonoro, invisible pero millones de agujas en el hipotálamo, un zuncho de acero para el cráneo. Aunque no la mirara. Apreté fuerte los ojos y cesó. Los abrí. Estaba aislado en un silencio, aunque la escena seguía igual. Older y Musgo eran sobrevolados por flecos luminosos, miles de arabescos con movimientos subacuáticos. La niña de a poco separó los labios. Por ahí empezó a resumirse la nube, las estatuas apretaban sus gatillos en vano. Click, click, click. Áridos intentos de percutar. Mientras juntaba sus sombras luminosas el murmullo aumentó de golpe, pero esta vez no eran sonidos graves y tenues. Una especie de helicoide de chirridos. Su boca se abría cada vez más y el sonido laceraba la piel, perforaba los árboles, abría la tierra. Sismo inmóvil. Su boca seguía abriéndose sin respetar los límites de su cara, de su cabeza. Avanzaba como para tragarse su propio cuerpo. No creo mentir si digo que dentro de esa boca vivía otro mundo, o que era un portal a algo muy otra cosa que nuestra vida.

Cuando hubo terminado de tragar su propio cuerpo, cada ínfimo hilo que petrificaba todo a su alrededor se desconectó de golpe y desapareció. El recuerdo de su paso no se pudo seguir notando en el ambiente más de dos o tres segundos. Un tic imperceptible e inconmensurable devolvió a Older y a Musgo desde las piedras. Seguían apuntando. Miraron a los lados, se miraron. Sin decir palabra dejaron las escopetas y volvieron a envolverse con las mantas.

Antes del amanecer se despertó mi viejo y removió el fuego, de a poco nos levantamos todos y fuimos a la puerta de las madrigueras. El paréntesis de lo reciente se había cerrado extraña y naturalmente, como si nunca hubiera pasado.

Unos mates y a desparramarnos en torno a la salida de la cueva de los bichos. Esperamos que salieran seis, siete. Fuego a mansalva.

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3 comentarios:

Natàlia Tàrraco dijo...

Genial partida de caza, un cuento de categoría, el paisaje, los giros de palabras, vocablos, sensaciones, olores, mate, fuegos, frío, grapa, noche, hasta que todo se petrificó, hasta el viento, presencia mágica, estupor, evanescencia, niña que se auto diluye...¿sueño?
Magistral Alejandro, te felicito efusivamente, me he quedado primero en las atmósferas y los diálogos, luego prendida, subyugada con la "presencia". Parecía, de entrada, esas descripciones cinegéticas de Delibes, sublimes, vividas y detalladas, pero él en solitaro con la natura y su perro, después tú me añades la mágia fantástica. !Ave! sincero.

Alejandro Cabrol dijo...

Muchas gracias Natàlia!!!

Veru dijo...

Está tan lleno de detalles interesantes que me cuesta leerlo pues quedo absorta entre líneas 4 veces por párrafo. Excelente relato, desarrollo de la trama, participación de los personajes, aunque de repente siento que uno por ahí se queda trunco. Y el final, soberbio.
Gracias.
Abrazo.